Municiones contra la desesperanza: a 5 años de la rebelión en Chile

 

En la memoria de Sebastián Méndez
Nadia Vidal
Jonathan Vega
Patricio Pardo
Jorge Salvo
Milo Muñoz y
Cristian Núñez

 

Primeras palabras

No estamos celebrando nada. Sebastián Méndez decidió terminar con su vida el pasado 18 de octubre, a 5 años de la revuelta popular en Chile. Sebastián fue un luchador contra la represión en las protestas de 2019, en las que arrojó sus ilusiones y su propio cuerpo, en un presente que entonces se abría camino hacia otros tiempos. En noviembre de ese año sufrió el impacto de una bomba lacrimógena lanzada directamente hacia su rostro por la policía. Cayó inconsciente al suelo y, aún en ese estado, la policía siguió arremetiendo, disparándole perdigones que impactaron su pierna. Sebastián perdió su ojo izquierdo; y su tabique nasal y parte de su rostro fueron destruidos. También perdió los sentidos del gusto y el olfato. Resistió 5 años más.

Antes, hubo otrxs compañerxs, también víctimas de la represión, que igual que Sebastián decidieron poner término a sus vidas: Nadia Vidal, Jonathan Vega, Patricio Pardo, Jorge Salvo, Milo Muñoz y Cristian Núñez. La revuelta floreció en la primavera de 2019 y ella nos hizo florecer a nosotrxs. Sentimos entonces que nuestras vidas eran nuestras y que todo podía cambiar. Nada de eso ocurrió. Nuestros compas marchitaron y junto a ellxs parte nuestra también. Este texto quiere honrar sus vidas y sus acciones en busca de dignidad. Aún a la distancia de nunca habernos conocido, sus historias nos conmueven. Es algo difícil de explicar, sentir algo por alguien que no conoces, quizás ese algo que nos vuelve compañerxs.

No están olvidadxs y su lucha vive en nosotrxs, a pesar de todo. En lo que sigue reflexionamos sobre este doloroso proceso post-revuelta que nos ha hecho deambular entre las esperanzas y las desesperanzas. Por lxs que no están, lxs que están secuestradxs y por todxs nosotrxs.

 

Municiones contra la desesperanza

En el libro Municiones para disidentes[1] -cuyo título inspiró el nombre de este escrito- Tomás Ibáñez desenvuelve una amplia reflexión políticamente provocadora y teóricamente contundente acerca de la idea de realidad, los procedimientos supuestamente objetivos de la ciencia para acceder a ella y su propio estatus como entidad absoluta. Lo relevante para nuestra experiencia son los efectos de poder y verdad que tiene la idea de una realidad absoluta, como si esta fuese independiente de factores históricos, políticos y sociales. El texto mencionado incita ideas que enriquecen la construcción de municiones conceptuales y políticas para subvertir la apariencia absoluta de la realidad que vivimos, cuestión fundamental para neutralizar los efectos de poder que ejercen sus tecnologías.

Desde el movimiento provocado por variadas conversaciones con amigxs, lecturas y reflexiones en torno a la afectación emocional de la resaca post-revuelta, es que se arma este texto que busca  deshilvanar los tejidos de la desesperanza, asumiendo una posición radicalmente antiesencialista, es decir, una perspectiva que intenta desmantelar todo principio absoluto de dicha desesperanza. Más que por una cuestión teórica, se trata de abordar sus efectos prácticos.

Las municiones contra la desesperanza esperan ser un arma que detone con legítima violencia la violencia de los regímenes de verdad desde los cuales los dispositivos de dominación nos vuelven gobernables[2] . A propósito de la violencia, tema fundamental en toda esta historia, vale comentar que uno de los efectos de la naturalización del orden social, o sea que este sea percibido como una realidad absoluta, es la naturalización de su propia violencia como forma de regulación normativa. Lxs que se oponen a ese orden se transforman en anómalos, patológicos, disfuncionales, ya que no hay nada más aberrante que ir contra la naturaleza o la realidad. Así, nuestras resistencias son leídas como violencia irracional, mientras que la violencia del sistema es-una-cuestión-necesariamente-inevitable, una corrección natural de la anomalía. No negamos nuestra violencia, ya que afirmamos nuestro legítimo derecho ético a la rebelión contra toda forma de dominio. Pero denunciamos esa maniobra de poder normativo con la que borran su violencia. De eso y un poco más reflexionamos a continuación.

 

Contra la representación de la revuelta

En esta reflexión asumimos una perspectiva antirrepresentacionista de la revuelta, tanto en el ámbito del conocimiento como en el de la política.

En el ámbito de la política

El Acuerdo por la Paz y la Nueva Constitución, firmada el 15 de noviembre de 2019 por parte importante de los partidos políticos tradicionales -oficialistas y de oposición al gobierno de Sebastián Piñera- en pleno auge de la revuelta popular, produjo algo como una crónica de una muerte anunciada de la revuelta.

Respecto del primer proceso de Convención Constituyente, derivado de dicho acuerdo que buscó institucionalizar las demandas populares, es justo reconocer que produjo cuestiones inéditas en la política institucional que a muchxs hizo florecer esperanzas. Quizás lo más notable fue cómo, más allá de los resultados institucionales, ese espacio se transformó en una tribuna de visibilización de sujetxs, movimientos sociales y luchas nunca antes representadas al interior de la administración del poder. Ese hecho fue un hito sin precedentes que desafió la política tradicional, ya que desarmó el fundo político de las elites, ese estrecho espacio históricamente reservado a determinados partidos para representar sus intereses. Los movimientos sociales se tomaron el espacio y la voz históricamente negadas, incomodaron a la alta sociedad con su anómala presencia en el poder y sus discursos empapados de experiencia fuera de la institucionalidad disputaron sentidos comunes.

En todo caso, romantizar ese proceso, como algunxs hacen, o demonizarlo, como otrxs hacen, sería limitante y podría llevarnos a adoptar posiciones absolutas y, por lo tanto, no situadas a las características coyunturales de su contexto. Acá no se pretende, ni de cerca, balbucear una postura moralmente o estratégicamente correcta sobre cómo actuar ante las aparentes oportunidades de cristalizar institucionalmente avances en las mejoras de las condiciones de vida. Lo que se quiere matizar aquí es cómo la representación de lo político en la política -o sea de los diversos conflictos de la vida cotidiana en la política institucional- crea una relación de sometimiento de esta última por sobre la primera, lo cual tiene el efecto de coartar las multiplicidades de lo posible y la invención de otras formas de gestionar la vida que emergen en la acción social. La actividad política queda así reservada a determinadas esferas institucionales a cargo exclusivamente de técnicos especialistas o, al menos, con necesaria intervención de estos. Mientras tanto, lo que ocurre en el campo social de lo cotidiano se limita a lo anecdótico, a la repetición de pautas de comportamiento ya establecidas, restringiendo su capacidad productiva de la vida social. Cuestión nunca totalmente posible, por cierto.

La institucionalización funcionó como un desvío de la revuelta expresada como creatividad popular hacia una monótona gobernanza de procesos, volviendo a encajar forzosamente la actividad de imaginar, gestionar y crear nuestras vidas en los códigos y canales formales de la política estatal. Mientras se firmaba el Acuerdo por la Paz y la Nueva Constitución, se multiplicaban por todas partes, de forma espontánea, infinitas asambleas barriales, intervenciones artísticas, enfrentamientos contra la policía, cortes de calle, creación de colectivos políticos, comedores y ollas populares, grupos de apoyo mutuo, nuevas amistades entre vecinxs antes desconocidxs entre sí, asociaciones de trabajadrxs, espacios amorosos de contención emocional, y así infinitas otras acciones que haría falta visibilizar.

Toda rutina previa al estallido se hizo insostenible. En muchos territorios no se podía asistir de forma normal a los trabajos producto del conflicto en las calles. Pero, por otro lado, las plazas y calles empezaron a activarse de diversas maneras. La gente se encontraba y conversaba, había tanto que desahogar acumulado bajo la rutina capitalista, había tanto tiempo desviado que reubicar en la propia experiencia. Todo lo establecido dejó de funcionar y otros mundos buscaban su línea de fuga para expresarse, otras-formas buscaban emerger, o  ser, en ese habitar la vida, precisamente, de otra forma. La creatividad popular desbordaba los códigos y canales conocidos, todos preestablecidos, que determinaban cómo desarrollar la vida cotidiana al servicio de la reproducción del capital y el orden social. La revuelta fue un acontecimiento que produjo discontinuidades en diversas actividades que ordenaban nuestra vida aparentando ser el orden natural de las cosas.

Los límites de la política misma se desdibujaron como actividad humana. Toda la performance de protocolos, formalismos y burocracias aparecieron como tales, como meras prácticas sociales pactadas y no como formas naturales de gestión de lo social. Ni siquiera la democracia directa hubiese sido suficiente para contener las explosiones de creatividad que buscaban instituir otros modos de existencia. La democracia directa probablemente sea la forma de democracia más radical posible, y puede ser una interesante práctica revolucionaria capaz de desbordar las formas hegemónicas de democracia. Pero sigue separando la actividad política de la vida cotidiana, reforzando privilegios a lxs más “aptos” para desenvolverse en la asamblea, su institución deliberativa por excelencia.

En esta línea, la revuelta expresó su potencial revolucionario, aunque haya sido de forma extremadamente parcial y acotada, en el hecho de difuminar esa línea que establece la dicotomía entre la política y la vida cotidiana. Las asambleas fueron más de encuentro y organización directa que de representación y estas no necesariamente se posicionaron por sobre otras actividades sociales para administrar a estas últimas desde arriba. Esas otras formas de vivir, y por lo tanto de ser, aunque sea muy temporalmente, se produjeron, efectivamente acontecieron, y no por decreto de una asamblea o un consejo, sino que brotaron simplemente siendo y estando de otra forma, en múltiples otras formas de vida que experimentamos.

La institucionalización de lo político en el intento de representar la revuelta en un espacio oficial, que buscó establecer sus demandas legítimas-en-el-marco-democrático, redibujó, nuevamente, el límite entre la política y la vida cotidiana.

Posteriormente, el Frente Amplio (y otras coaliciones partidistas), como expresión política se adjudicó a sí mismo la representación de la revuelta, lo cual en ese momento le brindó una legitimidad simbólica suficiente para triunfar en las elecciones presidenciales de 2021. La maniobra de la representación tuvo como resultado convertir una experiencia social abierta en un producto administrativo cerrado. El discurso es una práctica social, y el discurso de la revuelta, como ella misma, era polimorfo, abierto, creativo, posibilitador y construía otras realidades sociales, pero la representación institucional del discurso de la revuelta la sacó a ella misma de su propia práctica social. El discurso de la revuelta se convirtió en una retórica transformadora a la que, sin embargo, se le neutralizó su capacidad transformadora, o sea, se convirtió en una retórica que se vaciaba a sí misma porque se enunciaba desde el poder constituido contra el cual, precisamente, se levantó. Peor aún, actualmente el discurso sobre la revuelta del gobierno que conquistó el poder constituido en nombre de ella, la criminaliza y despolitiza. Una despolitización que intenta absorber lo que aún subsiste de lo político, generado por la revuelta, en espacios ajenos a la política oficial, para devolverlo al control del Estado.

En el ámbito del conocimiento

¿Cómo escribir sobre la revuelta?, ¿cómo referirse y hablar de ella? como hace este texto, si eso significa construir un conocimiento sobre ella y por lo tanto representarla, con el peligro despolitizador que aquello conlleva. Cada vez que hablamos de un hecho pasado estamos representando en el lenguaje ese hecho, sin embargo, cada hecho alberga en sí mismo múltiples historias posibles, y por lo tanto la historia representada es solo una historia posible, y no la representación verdadera del hecho, tal como es. La perspectiva antirrepresentacionista del conocimiento reconoce que ningún discurso es un fiel reflejo de la realidad de la que habla y que, incluso, la realidad misma es una construcción social y material. Más allá del enredo filosófico al que podríamos entrar aquí, es relevante para lo que sigue recalcar que el hecho de relatar la revuelta como un hecho alojado en un pasado desconectado del presente, sería una técnica de poder orientada a establecer una verdad de las cosas, que no puede variar, que es como es. Trasformaría la revuelta en un hecho cerrado del pasado, en una entidad actualmente estéril.

Podemos hablar de la revuelta, como muchos textos sociológicos o notas periodísticas lo han hecho estos días, celebrándola o demonizándola como un hecho exterior a nuestro presente. La podemos conmemorar y recordar como quien entra a un museo a observar hechos históricos convertidos en productos, sintiendo el observador que sale de la vida real en el acto de entrar al museo, transformándonos a nosotrxs mismos en seres ahistóricos. Lo imprescindible al hablar de la insurrección de octubre no son los datos objetivos que la expliquen, sino hacer emerger un saber sobre qué es lo deseable de la existencia, aquello que removió en ese entonces lxs cuerpxs, la imaginación, los afectos y las ilusiones de lxs que se arrojaron de infinitas formas a la insurrección, impulsadxs, tal vez, por una confianza en algo, difícilmente explicable, o consiguiendo en ese arrojo un respiro vitalizante en medio de una vida-muerta.

Lo que está en juego es la dimensión afectiva-política que puso en crisis los límites de lo posible. No se trata solo de lo que fue o lo que no fue la revuelta, sino, sobre todo, lo que puede ser. Por eso la forma de referirse a la revuelta acá es entendiéndola a ella como un proceso abierto, intentando provocar que los hilos del presente reconecten con su experiencia pasada y en algún futuro encuentren su llegada.

 

¿”Chile despertó”?

“Chile despertó” fue una de las consignas más repetidas de la revuelta. Sintetizó una idea que en su momento provocó ilusiones y esperanzas.

Cuando dormimos y soñamos, nuestro cerebro se mantiene tan activo como cuando estamos despiertos. Durante los sueños, experimentamos imágenes, sensaciones y emociones con tal intensidad que parecen reales. Sin embargo, no lo son, en realidad, se tratan de representaciones simbólicas y metáforas creadas por nuestra mente. El 18 de Octubre fue como que despertamos de una mal sueño, el sueño neoliberal.

Fue hermoso. Fue un enorme alivio despertar y entender que la vida gris del trabajo infinito, el sinsentido del consumo que incansablemente busca llenar un eterno vacío existencial, la sensación de soledad entremedio de las gentes indiferentes, el egoísmo y el individualismo, en realidad, no eran más que una pesadilla de la que por fin despertábamos aquel 18 de Octubre. El estallido fue un sacudón que nos quitó el velo neoliberal de los ojos y nos reconectó con nuestra naturaleza humana, con lo que en verdad nos hace felices. Estábamos alienadxs, tristes, apagadxs, y la revuelta dio vuelta esa enajenación devolviéndonos a nuestra esencia, a los encuentros, la solidaridad, el goce colectivo. Y nada puede contra la realidad, una vez despiertxs no había vuelta atrás, creímos.

Pero nos confundimos. Nos ilusionamos demasiado.

Hoy parece ser que, efectivamente, solo fue una ilusión, que como pueblo nunca despertamos o, lo que es más desesperanzador, despertamos y nos encontramos con la devastadora realidad de que lo que conocíamos era la realidad y la revuelta una excepción, una borrachera de ilusiones y que, por lo tanto, hagamos lo que hagamos, en esencia, las cosas nunca van a cambiar.

Constatamos que aún cuando los movimientos logran impugnar y alterar el orden constituido, posteriormente este se renueva, reacomoda y restablece sin sufrir cambios estructurales. Cuando las fuerzas disruptivas logran poner en crisis la legitimidad del sistema y desbordar su normal funcionamiento, este se ve obligado a aceptar determinadas modificaciones, readaptar su discurso legitimador de si mismo y efectuar una renovación de las fuerzas políticas que lo administran. Incluso si existiese en ese escenario unas genuinas intenciones entre quienes detentan el nuevo poder político, en el mejor de los casos, el sistema se limita a moderar los abusos y a regular la violencia estructural, pero en definitiva, dicha violencia permanece ocupando una función necesaria en el ordenamiento que gobierna nuestras vidas y nuestrxs cuerpxs.

Cargamos una profunda sensación de fracaso respecto a lo que la revuelta no fue. Definitivamente no fue un desenlace final del espiral de abusos históricamente acumulados. No nos emancipamos ni siquiera después de la revuelta más violenta de la historia de Chile. Al revés, el poder constituido no solo logró relegitimarse, también corrió aún más el cerco de lo aceptable y lo deseable hacia sus propios valores, las clases subalternas hicieron suyas los valores de las clases dominantes, más que antes del estallido social, demostrando el bloque dominante una contundente eficacia en su reacción ideológica [3].

El intenso desgaste derivado de la sensación de frustración es más existencial que contingente. Parece que no fue una pérdida circunstancial sino un inevitable destino de la realidad. Pareciera que hagamos lo que hagamos, hay cosas fundamentales que no cambian y debemos resignarnos a vivir lo que nos tocó. Pareciera que la violencia neoliberal se correspondería con una realidad mucho más amplia, constitutiva del ser humano y, por lo tanto, de cualquier experiencia social posible, más allá del modelo de sociedad en la que esta ocurra, reproduciéndose irremediablemente la dinámica oprimidos/opresores. Entonces, ¿cuál sería el sentido de las luchas sociales y las prácticas contra la dominación?, si las resistencias a la dominación son una resistencia a una realidad invariable, ¿qué sería el hecho de resistirse a esa existencia si no ausencia de juicio de realidad, demencia o irracionalidad? Parece ser que la sociedad chilena, después de 5 años, por fin, ha recuperado la cordura y ha abandonado el delirio de que podría cambiar el presente estado de las cosas.

Quizás sea lo mejor. Quizás sea por nuestra propia salud mental. Quizás sea demasiado insoportable caminar en contra de la dirección de la realidad. El apoyo social a las movilizaciones de la revuelta de 2019 se desplomó, siendo actualmente la “crisis de seguridad” la principal preocupación de la población (Encuesta CEP, 2024)[4]. Muchxs de lxs que se esperanzaron con los aires de revuelta hoy ven el estallido social como un rotundo fracaso porque en realidad nada cambió o, incluso, todo empeoró. Parece que nada tuvo sentido.

Entonces, no sería descabellada la representación de la revuelta por parte de la reacción conservadora como una expresión ideológica de mera destrucción: en octubre de 2022 la Cámara de Diputados estableció que todos los partidos con representación democrática condenan los “actos irracionales de violencia cometidos a partir del 18 de octubre de 2019”, la “violencia demencial” y la “destrucción sin lógica de lo establecido” por parte del “octubrismo”[5].

 

La trampa de la realidad: una cuestión de poder

Ante la pregunta por el sentido de las prácticas contra la dominación, esta reflexión se apoya en la idea foucaultiana del poder. Poder y resistencia son dos fuerzas de una misma cosa, constitutivas una de la otra. Es decir, donde hay poder se produce alguna resistencia, o bien, si existe resistencia es porque ante ella hay un ejercicio de poder. Es en este sentido que el poder se ejerce siempre en una relación. Las relaciones son dinámicas y se despliegan en múltiples direcciones, y es en esa multiplicidad que es posible la resistencia, ya que esta siempre encuentra su flujo y territorio temporal. Dominación no es lo mismo que relación de poder. Cuando se llega al punto de la dominación es porque la relación fue aniquilada y ya no hay posibilidad de resistencia, el poder se vuelve absoluto. Es cuando el cuerpo y la imaginación son literalmente aniquiladas.

Frente al uso extremo de la fuerza por parte del Estado, por intensamente terrible que se convierta la existencia, aún es posible resistir. Aún en situaciones de encierro forzoso o de tortura sobre lxs cuerpxs, la imaginación puede escabullirse de la sumisión total y oponerse al poder, incluso en silencio puede desacreditarlo, criticarlo, no aceptarlo. Por eso los dispositivos de dominación no se limitan al uso de la coerción física y buscan colonizar nuestra imaginación, imponerle el límite de lo real y lo posible y subjetivarnos, es decir, fabricar nuestros propios deseos, enfocados -claro está- en reproducir el orden social desde nuestra propia voluntad y participación. Sin embargo, los senderos de las resistencias son infinitamente variados, nuestra imaginación y creatividad pueden ser fuente inagotable de libertad. Una libertad expresada como acción que se crea en su oposición al poder, efímera pero heterogénea, y no como un estado final y perpetuo. Antes del exterminio definitivo de lxs cuerpos y la imaginación, de la muerte, un individuo puede desplegar diversas formas de resistencia.

En todo caso, las personas estamos interconectadas en entramados históricos, ninguna historia es individual, y cuando una compa es literalmente aniquilada por el poder, cuando se produce tal situación de dominación, el tejido colectivo se ve trastocado, sufre una herida que produce diversas respuestas. Nos puede trastocar fibras sensibles, movilizarnos afectos, provocarnos dolor. Sentimos rabia e indignación, por más marginales que sean esas afectaciones frente al normal funcionamiento de las cosas. En ocasiones se moviliza, masifica y desborda rápidamente la indignación, creando fuerzas en contra de la dominación que no parecían posibles.

El objetivo principal de los dispositivos de dominación, entonces, es constituirse como tal, como dominación. Para dominar la existencia, ineludiblemente, estos deben ocultar las relaciones en las que es posible resistirse al poder, y hacer parecer esa ausencia como una realidad. Su propósito es constituirse como una realidad única, de un solo camino posible, en el que nada pueda contra su propia violencia simbólica, que es la verdad de sí misma. Los dispositivos de dominación buscan borrar los múltiples mundos que alberga nuestra experiencia y establecer una única historia posible, una única línea pasado-presente-futuro frente a la que hagamos lo que hagamos, esta seguirá su curso preestablecido.

Nadie niega que exista efectivamente una realidad, lo significativo acá es notar que la idea de que ésta exista por fuera de nuestras propias creencias sobre ella y acciones en ella, conlleva ciertos efectos de poder, ya que lo que asumimos no es solo su existencia sino también su modalidad de ser como un universal, o sea, condiciones sociales e históricas que han moldeado determinadas propiedades de lo que entendemos como realidad, quedan fuera de nuestro radar de inteligibilidad, no podemos registrarlas críticamente y percibimos dichas propiedades como características universales de <<la vida>>, válidas para cualquiera en cualquier época. Admitimos nuestra existencia como es sencillamente porque <<es>> como es. O sea que nuestros modos de ser no serían una cuestión histórica ni contingente.

Estas apreciaciones parecen ser demasiado abstractas, poco relevantes para la vida práctica, pero sus efectos se manifiestan y reproducen precisamente en nuestra vida práctica. El <<ser>> mujer u hombre, por ejemplo, no tendría nada que ver con un sistema patriarcal y un discurso heteronormativo asentados en un determinado periodo histórico, con unos valores ideológicos particulares sobre lo humano, y se correspondería naturalmente con la realidad del sexo. <<Ser>> mentalmente patológico o normal no tendría nada que ver con el saber científico y la institucionalidad psiquiátrica, sino que sería el mero resultado de una determinada realidad psicológica interna. <<Ser>> civilizado o salvaje no tendría nada que ver con procesos de colonialismo ni con la ideología racista, y sería un puro hecho de la realidad de las razas. Más sofisticado aún, incluso identificando dichos sistemas de dominación y opresión como estructuras históricamente situadas, las tecnologías discursivas de naturalización logran otorgarle a ellas un carácter absoluto: creemos que las estructuras nos determinan por completo a los individuos. Nuestra acción se limita a reproducirlas, sin más.

Vale decir que, desde ese entendimiento, importantes corrientes emancipatorias se centran exclusivamente en la lucha por reemplazar las estructuras opresivas por otras mejores, emancipadoras, para que ellas nos emancipen a nosotrxs. La agencia y práctica social nada tienen que ver.

Desde esta insignificante tribuna creemos que las estructuras no vienen del cielo y no tienen el poder absoluto de Dios, y que de hecho estas vienen de nuestra propia acción: las estructuras nos producen como sujetos al mismo tiempo que nosotrxs las re-producimos a ellas, cuestión imprescindible para su existencia estable.

Por ejemplo, el Estado no es solo un entramado organizado de dispositivos institucionales, materiales, burocráticos, represivos, simbólicos y otros, también es el resultado de nuestras relaciones sociales y subjetividades estatales (verticales, autoritarias) determinadas por el Estado. Nuestra acción re-produce al Estado y este para existir de forma estable necesita de esa constante reproducción. El poder no se ejerce solo de arriba hacia abajo, sino en múltiples direcciones, desde todas partes. Algunxs críticxs denuncian que perspectivas como esta inmovilizan porque si el poder está en todas partes, no hay nada que hacer, cuando es precisamente al revés, hay mucho que hacer en todo momento, sin limitarse a «la instancia estratégica» de la política institucional o revolucionaria. Obviamente entre la acción y el Estado existe una abismante desigualdad en la correlación de fuerzas, puesto que este concentra y fija importantes flujos de poder. Pero aunque el peso de los poderes estructurales sean inmensos, en lugar de reproducirlos, también podemos resistirlos, desnaturalizarlos, cuestionarlos, boicotearlos.

La filosofía realista se ajusta perfectamente al propósito de los dispositivos de dominación, pero no le pertenece. El realismo ontológico[6] ha creado una mentalidad muy bien establecida en la cultura popular, hegemónica en el pensamiento moderno occidental, una filosofía del norte global que colonialmente ha universalizado para todxs el sentido de lo humano, lo social y lo natural desde su propia noción, borrando otras formas de pensamiento, imaginación y relación con el mundo. La perspectiva realista, por cierto, está presente también en ideas y prácticas que se oponen a la dominación.

La idea moderna de pueblo, por ejemplo, contiene características absolutistas de la filosofía realista. Algo absoluto es algo cuya definición no es relativa a ninguna circunstancia exterior a ella, contiene una esencia interna invariable y, por ende, las manifestaciones que pueda tener ese algo, aunque puedan ser circunstanciales y también versátiles, nunca producirán una variabilidad esencial, sino solo superficial. La esencia, como se suele decir, es siempre la misma. La consiga Chile despertó significa que un pueblo alienado despertó, albergando el supuesto de que el pueblo, en el fondo, siempre estuvo ahí, en su forma original, desde siempre y para siempre, dormido pero constitutivo de nuestra esencia social, cuyo despertar, por lo tanto, tarde o temprano acontecería. Justamente por eso la realidad de los hechos post revuelta nos golpeó tan fuerte, la pronunciada derechización del sentido común -por así decirlo- nos demostró que nos confundimos terriblemente. Resulta que en realidad el tipo de ser del pueblo chileno era ultraconservador, amante de la autoridad e individualista. Toda expresión que contradiga esas características serían, en realidad, las distorsiones.

¿Qué fue lo que se expresó entonces en las calles durante la revuelta? Tanto en Chile, como en otros levantamientos del siglo XXI, la insurrección no fue promovida por un conjunto uniforme –la clase obrera- ni representada por un sujeto universal –el proletariado- ni dirigida por una vanguardia –una organización política central. En cambio, se caracterizó por la proliferación de múltiples sujetxs de lucha, ausencia de jerarquías formales, diversas y espontáneas formas de resistencia y una pluralidad de ámbitos de la vida social donde estas se situaron.

El Comité Invisible[7], sugiere sobre los levantamientos de hoy:

Lo que se subleva no tiene a nadie a quien colocar en el trono como reemplazo, aparte, tal vez, de un signo de interrogación. No son ni los excluidos, ni la clase obrera, ni la pequeña burguesía, ni las multitudes quienes se sublevan. Nada que tenga bastante homogeneidad como para admitir a un representante. No hay ningún nuevo sujeto revolucionario cuya emergencia habría escapado, hasta entonces, a los observadores. Si se dice entonces que “el pueblo” está en la calle, no es un pueblo que habría previamente existido, al contrario, es el que previamente faltaba. No es “el pueblo” quien produce el levantamiento, es el levantamiento quien produce su pueblo, al suscitar la experiencia y la inteligencia comunes, el tejido humano y el lenguaje de la vida real que habían desaparecido.

Aunque para no pocxs analistas, el problema de la revuelta fue su naturaleza caótica, difícilmente predecible, y falta de un programa político establecido que la conduzca, tal vez esa fue su -acotada- potencia. Según ellxs la protesta social con esas características no pudo impulsar de forma eficaz un nuevo modelo de sociedad, una alternativa al neoliberalismo más justa para las clases populares. Sin embargo, los partidos que se adjudicaron la representación y conducción de la protesta, desde valores progresistas, y alcanzaron el poder político, como ya sabemos, han re-legitimado el neoliberalismo, criminalizado la protesta social y, por si fuera poco, abandonaron la disputa de un proyecto de izquierda para hacer frente a problemáticas generadas por el capitalismo, en particular la llamada crisis de seguridad, ocultando sus causas y aceptando el autoritarismo como la solución inherente a ella. ¿A quién le conviene la crisis de seguridad?

Lxs expertxs de izquierda, con la violencia de la verdad, nos explican que así es el juego de la realidad política, en el que se hace lo posible en función de una determinada posición en la correlación de fuerzas. Dicen que expectativas y esperanzas por fuera de ese margen son irreales, una cosa de idealistas o ignorantes. Algunxs lo justifican con el término “realpolitik”, o sea, una política centrada en la eficacia y el pragmatismo para lograr determinados propósitos, y no en valores ni idealismos. Los medios son secundarios a los fines, por su puesto.

Pero el diagnóstico objetivo de la correlación de fuerzas oculta las infinitas posibilidades contenidas en la experiencia social del presente, debajo de una única imagen objetiva de la realidad. Es una política que convierte las prácticas sociales que producen diversas realidades en simples “medios” que no producen nada. Sin embargo, las insurrecciones son impredecibles –e ingobernables- incluso para los métodos científicos, no solo porque sus diagnósticos objetivos excluyen demasiados factores, sino porque las insurrecciones son un acontecimiento, algo nuevo en relación a la realidad social en la que estas ocurren y en la que, desde dentro, se elaboran los análisis de la misma. Por ello, por su carácter de acontecimiento, tienen el potencial de crear otras realidades.

Ante el saber experto y la política institucional dedicadas a reproducir la sociedad de jerarquías, incluido el progresismo cuyos discursos, sin exagerar, a veces no se distinguen claramente de los de la ultraderecha, nos autoafirmamos en el desorden de las insurrecciones, porque las posibilidades de crear otras políticas se abren en los tiempo-espacios de discontinuidad y no en la constitución de un nuevo orden. Más que anhelar que alguien o algo nos emancipe, lo encantador para nosotrxs está en la discontinuidad de aquellas realidades que nos encapsulan como determinados sujetos, en los procesos de desubjetivación, desde donde podemos re-subjetivizarnos e inter-resubjetivizarnos, en definitiva, ser de otras formas y así, colectivamente, crear otras realidades sociales, apegadas a nuestras éticas y valores y no a lo posible.

 

Lxs compañeros que marchitaron nos enseñan a vivir

A 5 años de la revuelta, nos queda un sabor amargo ante la normalización de la sangre derramada. Reconocimiento, justicia y reparación, como prometieron, hoy son palabras que se llevó el viento, junto a esa primavera revoltosa que nos visitó fugazmente aquel octubre.

Nos resistimos a que nos roben la memoria.

El ejercicio de memoria que hacemos en el presente es siempre una interpretación del pasado, o sea, <<lo que pasó>> se mantiene abierto a <<ser>> lo que hoy se enuncia de ello. El bloque dominante, con plena conciencia de ello, quiere cerrar esa apertura y se empecina en colonizar el imaginario colectivo de la revuelta a través de sus estructuras comunicacionales. Busca dominar el tiempo histórico imponiendo una única historia del pasado-presente-futuro. Ya llevamos media década de saturación informativa sobre la “violencia irracional” del “estallido delictual”, un discurso que busca instalarse mediante su monosílaba repetición.

Para esa historia lxs cuerpxs y las vidas asesinadas, mutiladas, encarceladas y abusadas sexualmente son un dato. Un daño colateral ante lo imprescindible: la recuperación de la democracia y, sobre todo, su legitimidad. El bloque dominante no solo necesita criminalizar y aplastar la revuelta a través de todos los medios posibles, sino también relegitimar los principios ideológicos que esta cuestionó y que constituyen su sostén simbólico, indispensable para mantener su dominio.

Nos negamos a su democratización.

Nos negamos a borrar los nombres de Sebastián Méndez, Nadia Vidal, Jonathan Vega, Patricio Pardo, Jorge Salvo, Milo Muñoz y Cristian Núñez. Compas que materializaron en lucha su búsqueda de dignidad y que, luego, marchitaron a medida que marchitó la historia de una revuelta que cambiaría todo. Personas con historias y esperanzas. Recordarles nos hace preguntarnos cuáles habrán sido sus anhelos, sus preguntas, sus motivaciones. Qué fibras sensibles habrá tocado la revuelta en sus vidas. Qué valores habrán sido los que los movilizaron. Qué ideas habrán tenido acerca de cómo tendría que ser su vida y la de sus seres queridos. Y es que las resistencias están llenas de sabiduría de cómo podría ser la vida. No aceptar ciertas formas de vida da cuenta de cómo esta podría ser mejor. Incluso el suicidio, con lo difícil y doloroso que puede ser para lxs que quedan, al ser una forma de oposición a una determinada forma de vida, implica un gesto de dignidad.

El discurso de la psiquiatría y de la psicología hegemónica patologizan la tristeza, la desesperanza, la angustia, el estrés, la ansiedad. Clasifican la sintomatología y la aíslan del resto de la experiencia de quienes la padecen. Sus tecnologías y tratamientos buscan corregir químicamente y cognitivamente la disfuncionalidad. En contra de la psicologización de las opresiones, la sabiduría popular que emergió en la revuelta enunció: no era depresión, era capitalismo. Y es que a veces no-funcionar es lo único que nos queda. Marchitarse es una expresión de anhelar otra vida. Con dolor y respeto, honramos el marchitar de aquellxs compañerxs que empujaron su propio ocaso, porque, paradójicamente, esa acción desesperanzada es testimonio precisamente de sus esperanzas, de sus sentidos de justicia, de su valor por la dignidad. Detrás de la historia del suicidio siempre existen muchas otras historias silenciosas de la vida cotidiana acerca de múltiples formas de buscar y construir dignidad.

El ocaso de los compañerxs que marchitaron rompe con la estética dominante del luchador social: heroico, fuerte e inquebrantable, humanizando su experiencia frágil y contradictoria, como la de todxs nosotrxs. El ocaso de los compañeros que marchitaron nos invita a reflexionar, urgentemente, desde el reconocimiento de nuestra fragilidad, acerca de cómo podemos cuidarnos, acompañarnos y sostenernos entre nosotrxs cotidianamente. En algunos casos, el suicidio es una manifestación de sensibilidad extrema ante un mundo que naturaliza la violencia como única vida posible. Muchxs logran apagar la sensibilidad ante el mundo aceptando dicha violencia simplemente como parte de la vida. Están lxs que safan violencias a través de sus privilegios y naturalizan que otrxs las vivan; y algunos de lxs que las viven también lo naturalizan, quizás para hacer soportable esa diferencia y lograr vivir-funcionar. Pero otrxs no logran apagar su sensibilidad ni aceptar la violencia como única vida posible. Lxs que decidieron su propio ocaso disolvieron toda mediación que disfraza o minimiza la violencia entre sus cuerpos y el mundo.

En el régimen de vida-neoliberal podemos vivir entremedio de una densa muchedumbre al mismo tiempo de sentirnos profundamente solxs. Esa vida no acoge la búsqueda que algunxs hacen de vivir de otro modo. Espacios de encuentro y escucha no son productivos para el modelo dominante, porque, fuera de sus cánones, estos sí producen, pero otra cosa, un saber acerca de otras formas de vida que anhelamos y necesitamos. Parece ser relevante no solo acompañarnos, sino también poner en circulación las historias de las diversas formas de resistir las opresiones en la vida cotidiana, conversaciones que despsicologicen dichas opresiones y nuestros malestares derivados de ellas, construir entramados simbólicos que den sentido político, y no patológico, a las desesperanzas, colectivizando experiencias, movilizando la inconformidad y construyendo otros mundos posibles.

Una cuestión interesante de concebir la insurrección como una forma de discontinuidad es, al mismo tiempo y a la inversa, asumir la discontinuidad como una forma de insurrección. Esto quiere decir que no necesitamos esperar un próximo gran levantamiento popular para recién generar discontinuidad, ya que en el campo de lo cotidiano, desde ya, podemos imaginar y prefigurar otras formas de existir, forjando así pequeñas fisuras al continuo de lo establecido, micro discontinuidades, incluso invisibles, en intersticios subalternos al orden social dominante, que silenciosamente arman redes de contratramas.

El deseo por otras formas de vida es una fuerza ética que agita el presente posible, lo remueve y puja por transformarlo. Pero no defendemos la noción de un deseo innato, cuya representación sería la de una realidad psicológica interna y estaría oculto en algún misterioso inconsciente profundo, esperando emerger. Desde esta perspectiva antirrepresentacionista, la potencia deseante que puede resquebrajar la dominación es aquella que no viene predeterminada y se produce en la práctica social misma, a partir de determinadas éticas, o sea, desde un conjunto de prácticas moldeadas por cómo queremos vivir, en el acto mismo de vivir de otra forma, en el encontrarnos y colectivamente prefigurar el futuro que queremos.

 

-kontrafuturos-

 

 

[1] Ibáñez, Tomás. (2001). Municiones para disidentes. Realidad-verdad-política. Barcelona: Editorial Gedisa.
También recomendamos Contra la dominación, un texto que continúa el argumento: Ibáñez, Tomás. (2019). Contra la dominación: en compañía de Castoriadis, Foucault, Rorty y Serres. Editorial Gedisa.

[2] Por dispositivos de dominación, en este texto entendemos una red de instituciones, leyes, burocracias, discursos, medios de comunicación y saberes técnicos que buscan asegurar el control social, no solo a través del poder de la ley o la represión, que son formas coercitivas, sino también de la norma, que es una forma que dicta cómo ser.

[3] Por bloque dominante entendemos acá un conjunto diverso de actores sociales –como burguesía, tecnócratas, élites culturales, ideólogos del orden y otros grupos de poder- que, en alianza, buscan consolidar la hegemonía de un modelo de sociedad que los favorece. Para ello, emplea tanto la fuerza como el establecimiento de un consenso que legitima el orden social.

[4] El detalle de los resultados de la encuesta están disponibles en: https://www.cepchile.cl/encuesta/encuesta-cep-n-92/

[5] Proyecto de resolución nº 463 de la Cámara de Diputados disponible en : https://www.camara.cl/verdoc.aspx?prmid=7504&prmtipo=PROYECTO_ACUERDO

[6] Por ontología nos referimos, en pocas palabras, al estudio de la naturaleza del ser, la existencia y la realidad.

[7]  La cita del Comité Invisible es del libro A nuestros amigos (2014). Lo puedes encontrar en: https://tiqqunim.blogspot.com/2015/12/a-nuestros-amigos.html